viernes, 2 de abril de 2010

Cuando el poder se concentra, el pueblo es negado.



Que las élites en todas las sociedades, en todos los países y en todas las épocas han tenido y tienen una visión negativa de sus propios pueblos, es un dato de la historia y de la experiencia vivida.
Todo grupo humano que, en una determinada sociedad, comparte la propiedad de unos bienes negados al resto de los conciudadanos o compatriotas, sean éstos económicos, culturales o de poder, la cual lo distingue de ese resto, se ubica a sí mismo por encima de él no sólo en el ámbito propio de esos bienes sino de la humanidad como tal.
Ese grupo se considera por tanto como “selecto”, esto es, de élite, en el seno de una masa indiferenciada de humanos y se ubica conceptual y afectivamente en el marco, ancestralmente inscrito en todas las culturas, que distribuye toda realidad en un esquema bipolar: arriba y abajo, superior e inferior, luz y tinieblas, por citar sólo algunas de sus formas, cuya altura, superioridad y luminosidad ocupa mientras sitúa a los demás en los espacios inferiores y oscuros de la realidad humana.
La misma sociedad ateniense, en los más brillantes momentos de ejercicio de su democracia, tan ensalzada como régimen de igualdad y libertad, reservaba ésta sólo para el grupo de su propia élite, a saber, los considerados verdaderos ciudadanos por estirpe y pertenencia, y privaba de esos mismos derechos a la gran mayoría de sus habitantes situándolos en las escalas inferiores no sólo de la sociedad sino incluso de la humanidad, cuyo último escalón era la esclavitud, pues ese lugar les correspondía, como dirá luego Aristóteles, por naturaleza.
En nuestra historia venezolana, desde los tiempos de la conquista y durante todo el período llamado colonial, se va constituyendo una élite que se superpone al resto de la población y que acaba conformando ese grupo reducido, dominante y detentor de los derechos propios de la época, bien conocido como el de los mantuanos.
Los miembros de este grupo elitesco son los actores principales y dirigentes fundamentales del proceso independentista en el que manejan en sus discursos los conceptos de igualdad y libertad que deben extenderse a todos los ciudadanos, ahora considerados como tales todos los nacidos en Venezuela. Sin embargo, cuando se trata de la valoración real que en esos mismos discursos y sobre todo en las prácticas políticas, económicas y sociales, el pueblo es descalificado verbal, conceptual, política, económica y socialmente. El mismo Libertador Simon Bolívar, si tiene momentos de halago al pueblo, sobre todo cuando necesita su apoyo e intenta obtenerlo, muestra en sus discursos una actitud fuertemente negativa a su respecto y se preocupa por implementar medidas constitucionales y legislativas que, en su intención, lo mantengan bajo el férreo control de las élites pues ese pueblo le parece violento, anárquico y peligroso para la paz y el buen funcionamiento del nuevo estado. Nada se le presentaba como más amenazador para ello que el peligro de un posible régimen de lo que llamaba la “pardocracia”. Con razón Germán Carrera Damas ha podido considerar, en una famosa conferencia, al Discurso de Angostura como un alegato contra el federalismo y contra el pueblo.
Después de la independencia y durante todo el siglo XIX las élites venezolanas se componen, descomponen y recomponen pero se sigue manteniendo el mismo marco conceptual, afectivo y práctico de división entre un grupo de selectos y el pueblo. La nueva bipolaridad en la que se encuadra todo ese mundo es la de barbarie y civilización, compartida con toda América, según la cual los civilizados son las élites y los bárbaros el pueblo que por lo mismo ha de ser cambiado y hasta sustituido por inmigrantes de países “civilizados” y razas superiormente desarrolladas.
El esquema de fondo se mantiene, con variedad de formas, durante el siglo XX y no cambia tampoco durante los años de democracia posteriores a la dictadura de Pérez Jiménez.
¿Qué diremos de la actualidad, de esta época inicial del siglo XXI y la proclamada revolución bolivariana?
En estos momentos en Venezuela tenemos dos élites o dos grupos de selectos, en oposición y confrontación muy abierta, uno de ellos poseedor de todo el poder político y todos los recursos del Estado y otro que se confronta con él y se ubica en posiciones ideológicas y políticas completamente contrarias, cada uno apoyado por un sector del resto de la población. Para seguir las denominaciones comunes en el lenguaje cotidiano, llamaremos al primero el grupo oficialista y al segundo el de oposición.
¿Existen diferencias fundamentales entre las valoraciones, conceptualizaciones y actitudes afectivo-prácticas que uno y otro manifiestan ejercer y poseer en relación al pueblo venezolano tanto en general como al sector particular del mismo que se adhiere a cada uno de ellos?
La élite opositora se mantiene clara y definidamente dentro de la misma tradición que todas las élites de todos los tiempos y de todos los lugares han venido conservando a lo largo de la historia.
Los regímenes han cambiado, entre nosotros, de monarquía absoluta a república, de una república o dictadura conservadora a otra liberal, de un autoritarismo con una orientación política a otro con distinta dirección, de dictadura a democracia, de democracia “burguesa” a lo que llaman democracia “revolucionaria” y seguirán cambiando. En lo que no ha habido cambio ha sido precisamente en la posición total y global de las élites del momento, de uno y otro bando, con respecto a nuestro pueblo tanto si éste las sigue como si se les opone.
Basta escuchar a cualquiera de los líderes de la oposición hoy o seguir los discursos de los intelectuales y periodistas que se oponen al actual gobierno para ver con claridad cómo se ubican por encima de los sectores populares a los que desprecian y a los que acusan de ser causantes tanto de la existencia y permanencia del gobierno que ellos adversan como de todos y cada uno de los males que padece y ha padecido desde siempre nuestra sociedad.
Para ellos, nuestro pueblo es pasivo, irresponsable, no reacciona por flojera e indiferencia ante los abusos de poder, sigue sin reflexión ni crítica a quien lo seduce presentándose como mesías, espera que le den los bienes que necesita sin trabajar para conseguirlos, es masoquista pues le gusta que le griten y le sometan y paremos de contar porque no acabaríamos nunca.
Esta posición de la élite opositora es coherente en cuanto se manifiesta de la misma manera en los discursos y en la práctica política, social y económica.
Dicha coherencia no la encontramos, o la encontramos atravesada por elementos y signos de contradicción, en el grupo que consideramos y nombramos sin hesitación como la élite oficialista. ¿Acaso no se han definido y percibido siempre como “vanguardia”?
Los aspectos y momentos de esto que hemos llamado signos de incoherencia los percibimos motivados por el intento de encubrir ante el mismo pueblo y, quizás, para algunos de sus miembros, ante la propia conciencia, la verdad de las valoraciones, actitudes y prácticas que, como grupo elitesco, comparten plenamente con las élites hoy opositoras y las de todos los tiempos.
Hallamos, de hecho, en el grupo oficialista dos discursos explícitos sobre el pueblo, uno positivo y otro negativo, que se contradicen, y uno implícito que contradice al positivo explícito así como unas prácticas que aparentemente valoran al pueblo y otras que lo desvalorizan muy a fondo.
El discurso explícito positivo nos habla de un gran respeto al pueblo al que se le considera digno de participación “protagónica”, al que se le quiere hacer sujeto de poder, productor económico, fuente y centro de cultura y mucho más. Esto se acompaña, sin embargo, con otras expresiones en las que se nos habla de un pueblo no preparado para entender y ejercer el proceso revolucionario, alienado en su conciencia por los años de democracia “puntofijista”, tendiente al egoísmo en sus actitudes económicas y víctima de muchas lacras producidas en él por la historia, el imperialismo y la oligarquía, pobre víctima, pues. Todos sabemos que la mirada compasiva es la más inicua forma del desprecio.
Aquí ya hemos señalado en la editorial del número 34 –“Cómo nos piensan” – que en documentos oficiales se define al pueblo como pobre material y espiritualmente (¡!), incapacitado para desarrollar “la espiritualidad inherente a toda persona”, formado por sujetos en los que “está anulada cualquier posibilidad del ser ético”, y mucho más.
Si lo vemos con detenimiento, los aspectos negativos que esta élite le atribuye al pueblo son mucho más graves y más de fondo que los que la élite opositora le imputa pues descalifican la misma condición espiritual y ética de sus miembros en cuanto personas.
El discurso implícito negativo está, por ejemplo y para no extendernos, en las disposiciones legales que, mientras dicen darle poder al pueblo, someten todas sus decisiones a la aprobación y a la dirección de autoridades superiores y, mientras lo proclaman como protagonista, le niegan cualquier autonomía.
En el campo de las prácticas, hay que decir que ninguna élite, desde que Venezuela se independizó de la colonia, ha establecido un sistema de estratificaciones y exclusiones reales como la que ejercen en estos momentos quienes detentan el poder. Esta estratificación que va desde los planos inferiores constituidos por los sectores que no comparten la política del grupo dominante ni siguen sus orientaciones, hasta el punto más alto de una pirámide en la que reina solitario el jefe del Estado que parece ser, y él mismo lo afirma, el único capaz de garantizar el orden y la paz y que por lo mismo es el único que debe permanecer indefinidamente en esa cumbre.
No parece haber habido en la historia de Venezuela mayor desvalorización, discursiva y práctica, del pueblo venezolano antes de estas nuevas élites las cuales, a su vez, son también desvalorizadas y ubicadas en los distintos estratos de otra escala en cuya cima moran los más allegados al jefe máximo quien está, y supuestamente debe estar, sobre todos hasta que él mismo considere que ha llegado el tiempo de dar paso a otros.
Esta es la real práctica política que niega así el discurso de solidaridad, igualdad y respeto a los demás pues todo confluye al individuo único que no comparte su poder y posición con nadie, esto es, que se practica como el insolidario radical.
El 10 de diciembre de 1948, hace sesenta años, se proclamaron los derechos humanos como valor universal. Aunque en ningún apartado del texto oficial aparece el derecho a la otredad, esto es, a que la identidad distinta de unos hombres con respecto a otros, sea plenamente reconocida en cuanto tal otredad y en plena igualdad, todo el enunciado está sostenido sobre la asunción implícita de este supuesto.
Y no aparece en el texto porque no debe aparecer pues va más allá de ser un derecho; es una exigencia del hecho mismo de que un hombre existe como hombre. Como diría Levinas, el rostro del otro funda la ética. Y la ética no es sino la exigencia misma de aceptar radicalmente al otro, lo que genera la primera norma: “no matarás”. Matar es lo que han hecho las élites cuando niegan la plena humanidad en radical igualdad de las personas del pueblo y del pueblo como grupo humano existente en su identidad de cultura y mundo-de-vida.
Ni las de derecha ni las de izquierda han respetado nunca al pueblo en su realidad concreta de mundo de convivencia.
Cuando un determinado régimen, sea político, económico, social, religioso, cultural o cualquier otro, un grupo elitesco o un líder dominante, pretenden haber llegado “para quedarse” y están dispuestos a recurrir a todos los medios para lograr su permanencia en una sociedad y por ende en un pueblo, éste es negado en su capacidad y derecho de aceptación, rechazo y cambio de lo que está diseñado para determinar su vida y dirigirla por unos cauces preestablecidos desde una supuesta verdad científica, filosófica, ideológica o de cualquier clase ella sea.
De partida, los promotores niegan el derecho de ese pueblo a la libertad de elegir y decidir sin ser sometido por ninguna fuerza, ninguna manipulación, ninguna seducción, ninguna presión.
La gran revolución que todavía espera el momento de realizarse ha de ser la transformación en las personas y los grupos de la posición existencial y ética que se ha mantenido a lo largo del tiempo de modo que se recree como aceptación total, sin condiciones ni cortapisas, de la otredad del otro y de la propia desnuda responsabilidad ante él y su existencia.


Alejandro Moreno.
(Publicado en revista HETEROTOPÍA).

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